Cualquiera que cree que puede trabajar solo, acabará rodeado de rivales, sin compañeros. La verdad es que nadie sube solo, Lance Armstrong.
¿Tiene sentido verdaderamente la cooperación o es solo un sueño utópico, comportarse como un idiota, más de lo estrictamente necesario y debemos exclusivamente buscar nuestro propio interés sin preocuparnos por los demás?
Existe un experimento que ilustra perfectamente este problema, el dilema del prisionero. Existen dos cacos que han cometido un delito pero no hay suficientes pruebas inculpatorias.
La policía, completamente desesperada, recurre a una técnica interrogatoria en la cual se visita a cada uno por separado y se les ofrece el siguiente trato:
Si ambos confiesan y traicionan a sus respectivos compañeros, serán condenados a seis años.
Si los dos lo niegan o permanecen en silencio, no tendrán más remedio que presentar un cargo menor contra ellos que los pondrá entre rejas por tan solo seis meses pues no tendrán las pruebas inculpatorias suficientes para el delito que realmente han cometido.
Sin embargo y, aquí está la clave, si uno confiesa y su cómplice lo niega entonces el que ha confesado saldrá libre, sin cargos, por cooperar con la justicia y el que ha negado los cargos tendrá que cumplir una pena de diez años.
Por supuesto, cada preso no conoce cuál será la decisión de su compañero de fatigas. Si nos ponemos en el pellejo de uno de los cacos, su razonamiento podría ser algo como: Si “el chino” (su cómplice) y yo negamos los hechos, nos caerán tan solo seis meses pero si yo lo encubro y él canta, hago el primo y me tocará estar en chirona por diez largos años. Si confieso y mi compañero niega, yo salgo libre y triunfo más que los Chichos cuando eran los Chichos, pero si el chino también confiesa tampoco está demasiado mal pues estaremos ambos entre rejas por seis años; al menos, estaré cuatro años menos que si callo y el confiesa.
La decisión dominante, es decir, en la que siempre reducirá su sentencia, independientemente de lo que haga su cómplice, es confesar. Es lógico deducir que su compañero realizará lo mismo y, en consecuencia, ambos irán a la cárcel por un periodo de seis años. Por supuesto, no es la solución óptima.
Es en el presunto interés personal de cada uno de los malhechores (con el fin de minimizar sus propias sentencias) confesar, no importa lo que haga el otro, pero el interés colectivo es negar y callar. Lo que parece racional y egoísta desde el punto de vista de cada uno, resulta ser muy perjudicial y, como consecuencia, ambas partes terminan mucho peor (6 años) que si hubieran confiado el uno en el otro pues habrían obtenido una ganancia mucho mayor (6 meses).
La estrategia ideal es cooperar. En este caso, sería confiar en el cómplice y negar el delito, ambos tendrían que cumplir condena por tan solo seis meses, un tiempo extraordinariamente menor que lo que al final conseguirán compitiendo y desconfiando el uno del otro.
¡Cuando todos buscamos el interés común salimos mejor parados que si miramos egoístamente tan solo nuestro interés!
Imaginemos que podemos iterar el juego y que tenemos memoria de los resultados previos. ¿Cuál es la mejor estrategia? A largo plazo se ha demostrado que es “tit for tat.” Consiste en colaborar en la primera ocasión (sería el equivalente a empezar con un saludo o un apretón de manos, es decir, con buenas intenciones) y a partir de ahí seleccionar lo que el compañero eligió en el juego previo. Comienza colaborando pero si el otro deserta o nos ataca, responde castigando.
Ahora bien, si el otro jugador cambia su actitud, este estilo de juego (claro y sencillo, fácilmente comprensible por cualquiera) responde adecuadamente, ambos vuelven a colaborar y a obtener la solución óptima.
En otras palabras, una estrategia conciliadora es preferible en el momento en que el otro jugador comprende nuestra estrategia y que la cooperación es útil y beneficiosa para ambos.
Conviene ahora recordar ejemplos de la vida ordinaria donde podemos encontrarnos con situaciones similares:
Muchos países envueltos en una carrera armamentística pueden adoptar dos opciones. La primera es incrementar su gasto militar. Desconfiando de las intenciones de sus enemigos, las naciones aumentan el gasto para defenderse y salvaguardar sus intereses nacionales (“por la seguridad y la paz internacional”) y se arman hasta los dientes, consiguiendo aumentar tensiones e incrementando las posibilidades de un conflicto armado. O, por el contrario, podrían colaborar y acordar un plan de desarme, reducir sus diferencias a través de diplomacia y negociaciones y, en consecuencia, reducir la amenaza de conflicto y desviar el gasto militar en programas de protección social y desarrollo económico.
Dos o más empresas pueden competir en precios y servicios o colaborar fijando unos precios más altos de que los que el libre mercado marcaría, eliminando la competición y formando de facto un cártel. Un ejemplo fue lo que la OPEP hizo en la década de los setenta cuando cortaron la producción, aumentaron los precios del petróleo y obtuvieron pingües beneficios.
Incluso cuando se consiguen los objetivos que se han marcado (custodia, sacarle lo máximo posible al otro, limitar el tiempo de contacto de la ex-pareja con los hijos, etc.) todos terminan perdiendo en una guerra larga, cara, sucia y destructiva que dejará una relación totalmente destrozada. Se volverá contra nosotros por el perjuicio realizado a nuestros vástagos, por la imposibilidad de colaboración en el futuro, por las vueltas que da la vida, etc.